miércoles, 28 de mayo de 2008

IMAGINARIO ANDINO

AYA HUMA


Por: Juan Carlos Morales

La luna estaba en lo alto. Afuera, las últimas melodías de la fiesta eran un recuerdo. El hombre se había recostado a pensar en su soledad. Triste evocaba a los amores muertos. No tenía deseos de vol­ver a bailar, aunque era la época de agradecer por las cosechas.
Estaba por conciliar en sueño cuando sintió tremolar el suelo: un terremoto de melodías que parecía venir de las entrañas de la tierra. Una sonoridad profunda de zapateos que hacían vibrar su cuerpo. Es­cuchó airadas voces que animaban a la algarabía, que se sucedía en su patio.
Pensó que los músicos habían regresado. Sin ánimo acudió has­ta un rincón donde estaba el pondo de chicha, para brindar a los baila­dores. Pero no entraban a su casa. Extrañado, miró por una rendija:
Los danzarines eran descomunales. Tenían apariencia humana y sus movimientos eran enérgicos con un compás que encerraba una in­quietante belleza. Bailaban en círculo, agitándose violentamente hasta llegar a un éxtasis, precedido por las flautas entonadas con maestría.




Hombre vestido de Aya Huma (imagen de flirckr)


Era un llamamiento de exaltación a la vida, con una danza, acompañada de inmensas caracolas ceremoniales que retumbaban en el aire. Eran seres de otro mundo, formidables criaturas que tenían una cabeza con dos rostros y cuando giraban parecían fundirse en un re­molino con sus cabellos firmes y extraños. Contemplar las dos caras, que poseían cada uno de los danzantes, era un vértigo: parecían que nunca dejaban de mirar porque mientras la cara de adelante estaba pendiente del interior del círculo, la de atrás seguía el exterior de la celebración y como se movían alternadamente los incontables ojos despedían un brillo intenso. Tenían orejas desproporcionadas y sus na­rices parecían cubrir todo su semblante, pero se movían con gracia.
Recorrían el mínimo patio en una nueva alineación. Entonces se podía apreciar que había quien llevaba un bastón de mando y otros en­tonaban las caracolas, donde se reflejaba una luna tenue.
Fue en esta nueva imagen que se presentaron enteros: los pies tenían para atrás pero eso en lugar de ser un impedimento parecía una virtud porque eran diestros danzarines, y tenían un apretado pelambre que cubría sus extremidades que no tocaban el suelo. Y otra vez el tor­bellino de sus cuerpos extraños, sus cabezas que rotaban en un magne­tismo hermoso: un deslumbramiento que estaba aunado al pavor de comprobar que no eran humanos. Fue un instante. Después, se esfu­maron en los maizales.



Mascara de Aya Huma (imag.libro mascara)


Cuando recobró el aliento tenía otro semblante: había contem­plado a los aya humas, esos seres con cabezas de diablos que danza­ban para los elegidos, pero que también significan la fuerza de los caudillos. Pero no eran como los diablos europeos con afiladas colas, que venían del Infierno, éstos eran deidades andinas que insuflaban vi­talidad a las antiguas ceremonias.

Nunca fue el mismo. Por las tardes pensaba en esas danzas pro­digiosas y decidió confeccionar una vestimenta para hacer honor a sus visitantes. Entonces, la máscara tuvo dos rostros y grande fue la nariz y desaliñados los cabellos de colores.

Una nueva fiesta para agradecer a las cosechas llegó y asistió con su indumentaria de aya huma. Parecía un diablo andino cuando entraba presidiendo el combate para tomar la plaza, danzando con un vigor insólito. Todos le respetaban. No sufría caídas y era el primero en entrar a la pelea y el último en dejar el baile. Cuando dormía entre las espinas no tenía rasguño y siempre se lo encontraba cerca de las cascadas y las lagunas. Un día desapareció. Hay quienes dicen que los aya humas lo llevaron, para dotarle de fuerza a su cuerpo y espíritu.
Otros, en cambio, afirman que vive entre los lugares sagrados. Sin embargo hay algo en que todos coinciden: cuando danzaba sus pies no tocaban la tierra.

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