jueves, 6 de marzo de 2008

LEYENDA DE QUITO



LA LEYENDA DE CANTUÑA





Iglesia de San Francisco 1881 por Luis Cadena





De LA TRADICIÓN DE SAN FRANCISCO por Luis Aníbal Sánchez M.


Hay en mi vieja y original ciudad de San Francisco de Quito, la capital Shiry, ciudad sui géneris perdida en la concha blanca de su topografía, una iglesia pétrea, antigua, de estilo primoroso y que levanta en muy alto el consuelo de sus torrecillas en forma piramidal. El gusto arquitectónico que informa su fachada, es al decir de los entendidos, ecléctico.

Nosotros, profanos, sólo opinaremos que aquel templo colonial, levantado a impulses de la fe, es un prodigio de arte: con severidad y su aire de misterio. Sobre el entablamiento grandioso, se yerguen estatuas seculares de santos, grises y soberbios. Al frente del tem­plo, está el prodigio del atrio y luego la plaza extensa y desman­telada.

Hay una tradición popular y nebulosa de cómo construyóse el mencionado atrio...



San Francisco en la actualidad




Elevado como tres metros del nivel de la plaza, de piedra mara­villosamente acomodada, es una joya y un encanto. Anchísimo (de unos quince metros de latitud por ochenta de longitud) y amplio, está limitado por el "repecho sólido y elegante", tallado con admi­rable ingenio. Enormes esferas de piedra se destacan sobre el atrio. Amplias y airosas tres gradas conducen hasta la parte superior de él. Las dos laterales miden, la una, como veinte o más metros de largo; y dos la opuesta. Al centro se destaca una magnífica media naranja, prodigiosa y elegante. Y más allá se distingue, como vician señorial y austera de loa tiempos feudales, la fachada sobre la iglesia. La obra es casi sobrehumana; de ahí que la fantasía popular haya dispuesto alrededor de la edificación de este milagro de arquitectura, una leyenda bella y rara, que bien se acomoda al espíritu fantaseador de los quiteños.

Lentos corrían los tiempos monótonos del coloniaje. Un india­no llamado Cantuña, impulsado quizá por la sed de oro o el ansia de grandeza, acometió la singular locura de firmar solemne com­promiso para construir el atrio grandioso. Expiraba ya el plazo y la obra estaba a la mitad. Con el esfuerzo humano era imposible acabar la construcción en el tiempo sobrante aún. Loco de dolor, jadean­te, consumido por la fiebre y los temores, Cantuña se debatía en su estancia: faltaban dieciocho horas para vencerse el término.

Los sueños de dicha, de grandeza, que lamentaba el pobre indiano, se iban abajo ante la terrible realidad. Pronto debería estar sumido en las tinieblas de una cárcel; con el sarcasmo de las gentes encima. El orgullo innato de indio le devoraba.

Moría la tarde lujuriosa en un crepúsculo de fuego. Las cam­panas de las escasas iglesias llamaban con sonoridad a la oración de la tarde; flotaba un aroma campesino y puro. Desiertas iban que­dando las callejas tortuosas y sin empedrar. La poca gente se diri­gía al templo o presurosa a encerrarse en su hogar.

Cantuña veía danzar en rededor de la estancia sumida en penumbra, formas extrañas y diabólicas. Jadeante, ansioso, el mísero recorría a largos pasos la habitación. No le valían los rezos ni las súplicas al cielo. Creyó distinguir una voz misteriosa que lo exhortaba a implorar remedios a Dios: y así lo hizo. Conforme iban saliendo de su boca las palabras de la oración, un bálsamo de consuelo inefable parecía descender sobre él. Acabada la plegaria, Cantuña se dirige a San Francisco. Secreta esperanza le dice que el Señor ha atendido su ruego, mandando que la obra se concluye­ra. Por un ángulo de la plaza, envuelto en una amplia capa, apa­reció Cantuña. Sus ojos creyeron vislumbrar obreros divinos que daban la última mano al atrio gigantesco. Palpitó su corazón de gozo; y la oración de gracia brotó, ferviente, de su pecho. Y vio luz, mucha luz... Pero la visión se esfuma ya... La regresión a la realidad fue rápida... ¡Se había engañado!... La ira salió de su cora­zón y la blasfemia vibró por el espacio.

Pero, ¿qué era aquello? Otra vez se engañaba?

De entre los hacinamientos de piedras salía un personaje mis­terioso, envuelto en manto rojo. Su rostro estaba negro, sudoroso* sonrisa enigmática se dibujaba en su boca enorme.

Calzaba botas retorcidas y también rojas; peco a poco el fan­tasma se acercaba al estupefacto indígena.

—Cantuña, le dijo, sé cuál es tu dolor, sé que mañana serás desgraciado y maldito. Pero yo puedo consolarte en tu aflicción. Antes de que asome el alba, el atrio estará concluido; tú en cambio firmarás hoy este contrato. Yo soy Luzbel, y quiero tu alma ¿Aceptas? —Di.



Velorio del Usurero por Eduardo Solá Franco



El indio no vaciló:
—Acepto. Pero si al rayar el alba, antes de que se extinga el sonido de la última campanada del Avemaría, no está terminado el atrio; si falta una piedra que colocar una sola, óyelo bien, el contrato será nulo.

Y poco después, azorado y maldito, volvió el triste Cantuña a su vivienda. Lágrimas abundantes corrían por el rostro bronceado del indiano. Ferviente imploró al cielo perdón para su culpa y remedio para su alma...

Y al día siguiente, cuando empezaba a romper el alba, Cantuña se dirigió presuroso a San Francisco.

La obra estaba al concluirse; millones de diablillos rojos cru­zaban, como lenguas de fuego, por el espacio, atareados en la cons­trucción del atrio, que majestuoso se alzaba. Y el alma, la pobre alma del indígena, estaba ya pérdida. Una oración, la última, llena de fe y penitencia, salió de sus labios. Luzbel reía.

Pero el día asomaba. Un pálido color violeta empezó a cubrir el firmamento: tornaban a cantar los gallos; el sol se desperezaba ya tras el Ichimbía.

El indio, afligido, contemplaba el espectáculo. El atrio estaba al acabar de concluirse. Luzbel reía...

Lentas, graves y consoladoras sonaron las cuatro campanadas, heraldos de la aurora.

—¡Victoria!, rugió Luzbel.
—¡Victoria!, exclamó el criollo, falta una piedra!
En efecto, un bloque, uno solo, faltaba aún. El alma de Can­tuña se había salvado...
Satanás maldiciendo, se hundió en los infiernos con sus secua­ces.

El alma del atristado indiano estaba libre; y como evocación prodigiosa, el atrio alzábase solemne a la mirada de los creyentes quiteños.

¡Cuántas veces siendo niños la escuchamos! —¡Cuántas veces vagamos por la mole gigantesca de piedra, buscando el bloque de piedra que faltaba!
Ahí está la tradición, inmensa y real como el templo soberano y el maravilloso atrio.

Siglos hace que lo hacen los quiteños, siglos hace que lo cuentan las abuelas.
A un lado del atrio, cobijada por tupida enredadera, se levanta una cruz sepulcral. ¿Si será la tumba de Cantuña?





Entrada principal Iglesia de San Francisco



Los pájaros anidan en la fronda de la planta airosa; un resabio de leyenda y misterio flota alrededor del signo de la fe católica. Y en las horas de crepúsculo, cuando muere la tarde y caen las som­bras, creo yo en mi loca fantasía ver salir desde el sepulcro frío, la silueta ansiosa del indio Cantuña, que discurre, a pasos lentos, por el atrio colosal y se debate en las torturas de la angustia...

1 comentario:

Franklin R. dijo...

Velorio del Usurero por Eduardo Solá Franco. ¿Esa imagen esta dentro de la iglesia?