jueves, 31 de enero de 2008

Mito de Santa Elena

LOS GIGANTES DE SUMPA


Versión de Rafael Díaz Icaza







En tiempos muy lejanos, tan distantes que ni el más viejo de los narradores de cuentos y leyendas podría precisar, había en la población de Sumpa (lo que hoy es el cantón de Santa Elena) una especie de rey o cacique, muy admirado y respetado por su valentía y talento, a quien llamaban TUMBE.


Dicen las leyendas, que inmediatamente acabado el Diluvio Universal, llegaron a Sumpa algunos de los primeros hombres que repoblaron la Tierra. Y como la encontraron buena para la vida humana y pródiga para la agricultura y pesca, se establecieron desde la orilla del mar, hasta bien avanzado el interior.

Tumbe tenía dos hijos, Quitumbe y Otoya. Como era un gobernante emprendedor y ambicioso, envió en expedición a Quitumbe, con el encargo de descubrir nuevas tierras y añadirlas a su reino. Y Quitumbe las descubrió, tanto al norte, como al sur. Fundó el pueblo de Tumbes y puso los cimientos de algunas ciudades importantes como la que después sería la bella Quito.




Catari, un antiguo narrador de historias, de esos que antes de la llegada de los españoles eran llamados quipucamayos, afirmaba que Quitumbe dejó un descendiente llamado Guayanay, padre de Atau, quien a su vez engendró a Manco Capac, primer monarca del Perú.

A la muerte de Tumbe, le sucedió en el mando su hijo segundo: Otoya, valiente y esforzado, pero cruel, además de aficionado a las bebidas alcohólicas y otros vicios. Fueron tantos sus abusos y maldades, que un grupo de sumpeños descontentos se unieron secretamente para darle muerte y así librar a Sumpa del tirano. Mas, Otoya fue alertado a tiempo y tomó venganza de sus enemigos, quitándoles la vida.

Un día sorprendió a Otoya un grupo de aborígenes con noticias inquietantes, habían divisado en el mar, cerca de las costas, una inmensa balsa. La tripulaban sujetos de tamaño descomunal; tan grande como dioses o demonios. El más corpulento de los sumpeños apenas alcanzaría a llegar a sus rodillas. Sus cabezas eran de tamaño de hombres pequeños. Sus bocas parecían aberturas de toneles. Tupidas selvas de cabello colgaban a sus espaldas. Cada brazo parecía un largo arbusto o una boa. Los ojos eran saltones y rojizos. En sus orejas podían caber pequeños gatos.







Vinieron de muy lejos. Y al llegar a la playa, se tendieron cuan largos eran a descansar. Sus poderosos ronquidos, ladrantes, pitantes, raspantes y rugientes, parecían una tempestad marina.

Tras descansar algunas horas, acarrearon leña arrancando de raíz arbustos y matorrales. De dos zancadas cazaron decenas de llamas, las asaron al fuego y las engulleron hasta quedar satisfechos. A prudente distancia y ocultos, temblando de terror, seguían sus movimientos los sumpeños.

En un pequeño cerro de amplia plataforma, ubicado cerca de lo que hoy es el balneario de Salinas, establecieron los gigantes su residencia, en una especie de fortaleza hecha con piedra de la zona. Desde allí partían en periódicas excursiones que arrasaban cuanto hallaban al paso: hombres, rebaños, sembríos, viviendas, todo desaparecía bajo sus plantas. Un día invadieron la residencia del cruel Otoya y le quitaron la vida.






Vista de playa Los frailes, Machalilla Ecuador


Varias veces hicieron frente los valerosos sumpeños a los gigantes. Pero fue vano sacrificio; equivalía a pelear armado con una aguja frente a alguien que llevaba una espada o una lanza.

Esos actos valientes terminaron siempre en desbandada despavorida de los naturales. En respuesta aquella resistencia, los gigantes aumentaron su crueldad. Disgregaron a los sumpeños, obligándolos a esconderse en la montaña o en cuevas conocidas únicamente por ellos.

Y fueron tantos los crímenes de los gigantes llegados a Sumpa de quien sabe que remotas tierras. Y fueron tantos los clamores de los sumpeños, que Pachacámac, el dios a quien veneraban, amaban y temían, envió a un emisario con el encargo de salvarlos.

Vino éste armado de una flecha incandescente, con la que liquidó a los invasores. De los gigantes grandes como casas y crueles como fieras, quedaron únicamente huesos calcinados, que fueron cubiertos por la tierra. Osamentas que en diversas oportunidades han sido descubiertas por arqueólogos y atribuidas a animales que habitaron el planeta antes del Diluvio.



Con aquel acto de justicia de Pachacámac, los sumpeños recobraron su tierra y la felicidad.

No hay comentarios: