Por: Jorge Carrera Andrade, “El Camino del Sol”
El polvo, los gritos y el sudor hacían insoportable la marcha sobre las estribaciones de la cordillera de los Andes. El cielo desierto, sin nubes ni pájaros, era como un estanque azul, infinito e inmóvil. Las rocas peladas se sumergían en esa agua celeste, como un rebaño de animales antediluvianos, dorados por el sol. En la gran desolación de las montañas abruptas, se escuchaba tan sólo el griterío de los indios que avanzaban lentamente por los senderos peñascosos, conduciendo inmensas moles de piedra sujetas por maromas. Esas moles grises, arrastradas por millares de brazos, habían sido arrancadas de la cordillera de Quito y estaban destinadas a la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán, en el vecino país de los incas.
La marcha de las muchedumbres indígenas duraba ya varias semanas. Páramos glaciales y peñascos, cribados por las agujas de hielo de una eterna garúa, pantanos donde hormigueaba el miedo, barrancos y desfiladeros mortales, eran vencidos esforzadamente por las plantas infatigables de veinte mil indios del Reino de Quito, reducidos a la servidumbre por los "orejones" o la guardia pretoriana del Inca Urcón, hijo de Viracocha.
Los "orejones" de la guardia murmuraban que su señor había enloquecido por la acción del sol ecuatorial. Otras veces, con palabras moduladas entre dientes, atribuían al exceso de bebida la pérdida de la razón del monarca. Y, finalmente, no faltó quien señalara a las ardientes doncellas del Reino de Quito como las provocadoras de la demencia del hijo preferido de Viracocha. La marcha hacia el Sur parecía agravar su estado melancólico y delirante. En la alta noche, cuando los cargadores dormitaban junto a los desmesurados bloques de piedra, se escuchaban, entre los chillidos de las cornejas, los gritos de pavor del Inca loco.
Semanas de marcha incesante, a través de los más extraños países, por las ciudades y los valles, con rumbo a la ciudad sagrada de la dinastía de Manco Cápac... La mayor de las moles graníticas —aquella que era arrastrada por los indios de Quito-parecía aumentar de peso a medida que se alejaba de su país de origen. A pesar de los esfuerzos sobrehumanos de los millares de indios, la piedra no avanzaba. No podían moverla apenas. Se diría que presentaba una resistencia pasiva a la voluntad del Inca. Saycusca le llamaron los indios: "Piedra cansada".
Ante la espantosa mortandad, animados por la ejemplar resistencia de Saycusca, los indios de Quito se rebelaron contra los "orejones", matándolos con sus propias armas. Fue una verdadera batalla alrededor de la mole megalítica, que parecía animar a los esclavos con su presencia sangrienta. Dueños del campo, los rebeldes se precipitaron sobre las andas reales y degollaron al Inca Urcón, abandonando su cadáver al pie de Saycusca. El griterío y el ruido de las armas llegaron hasta el Cuzco y dieron aliento a los vencidos chancas, resueltos a recobrar su libertad. Armados de hachas y de porras, atacaron el palacio del anciano Inca Viracocha, quien huyó de la ciudad y fue a refugiarse con su familia y sus cortesanos en una cueva de la montaña próxima. Sólo la intervención valerosa de su tercer hijo Titu Yupanqui pudo evitar el desastre y el derrumbamiento del Imperio de los incas.
La rebelión de los indios de Quito y de los chancas tuvo un final lamentable. Los cautivos, dominados por fuerzas superiores, fueron destinados a la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán y de otras obras del imperio. La "piedra cansada" quedó en su sitio, inconmovible, contemplando a los mitimaes, o desterrados, con sus ojos minerales llenos de lágrimas de sangre. Los conquistadores españoles la vieron inmutable y enigmática. La vio Garcilaso: "A una de sus esquinas altas tiene un agujero o dos que, si no me acuerdo mal, pasan la esquina de una parte a otra. Dicen los indios que aquellos agujeros son los ojos de la piedra por do lloró la sangre. Del polvo que de los agujeros se recoge y del agua que llueve y corre por la piedra abajo, se hace una mancha o señal algo bermeja, porque la tierra es bermeja en aquel sitio. Esta es la sangre que derramó cuando lloró".
Pero, cubierta de llanto rojizo, o de sangre de los hombres de Quito, o de sustancias ferruginosas y oxidaciones telúricas, Saycusca, la piedra cansada, es el símbolo de todo un pueblo: es un fragmento de la cordillera ecuatorial, algo como un pedazo de su entraña pétrea, arrancado de su lugar de origen y llevado a suelo extranjero. Es un pueblo petrificado que sufre en la cautividad. Humana piedra mitimae. Enclavada en tierra extraña e inhospitalaria, llora sangre —en sentido verdadero o figurado- en su destierro eterno.
Fotos : Sacsayhuamán, (4) g.galarza
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