jueves, 24 de abril de 2008

LEYENDA DEL REINO DE QUITO



La piedra que llora sangre


Por: Jorge Carrera Andrade, “El Camino del Sol”





El polvo, los gritos y el sudor hacían insoportable la marcha sobre las estribaciones de la cordillera de los Andes. El cielo desierto, sin nubes ni pájaros, era como un estanque azul, infinito e inmóvil. Las rocas peladas se su­mergían en esa agua celeste, como un rebaño de animales an­tediluvianos, dorados por el sol. En la gran desolación de las montañas abruptas, se escuchaba tan sólo el griterío de los in­dios que avanzaban lentamente por los senderos peñascosos, conduciendo inmensas moles de piedra sujetas por maromas. Esas moles grises, arrastradas por millares de brazos, habían sido arrancadas de la cordillera de Quito y estaban destinadas a la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán, en el vecino país de los incas.

La marcha de las muchedumbres indígenas duraba ya varias semanas. Páramos glaciales y peñascos, cribados por las agujas de hielo de una eterna garúa, pantanos donde hormi­gueaba el miedo, barrancos y desfiladeros mortales, eran ven­cidos esforzadamente por las plantas infatigables de veinte mil indios del Reino de Quito, reducidos a la servidumbre por los "orejones" o la guardia pretoriana del Inca Urcón, hijo de Viracocha.


El joven Inca en sus andas reales, decoradas con un gran disco de oro -imagen del sol, divinidad única de esos pueblos-iba en medio de su cortejo emplumado, a la zaga del último grupo de cautivos. Detrás de las andas reales, marchaban hileras interminables de portadores de botijos de barro cocido, lle-nos de la refrescante y áurea bebida de maíz fermentado que producía la embriaguez y el sueño. Los servidores se acercaban repetidamente a las andas reales con el fin de ofrecer a su señor el delicioso líquido, en el cual parecía haberse disuelto el sol para introducir en el corazón humano una alegría cósmica. De­lante de la gran muchedumbre avanzaban los indios de Quito conduciendo la más gigantesca de las moles de piedra, cuya forma rectangular sugería la de los menhires adorados por los cañaris. El inmenso dios megalítico —lanzado tal vez sobre la tierra por una antigua erupción volcánica pues conservaba las marcas del fuego telúrico y de los óxidos de hierro— oscilaba a cada movimiento de la multitud, como un gran lingote de pla­ta transportado por millares de hormigas. Cada paso en falso de los cargadores, arrancaba de sus gargantas un grito unáni­me de espanto. Y así seguía arrastrándose la procesión anhelan­te por los caminos y los riscos, por las pendientes y las llanu­ras, deteniéndose sólo al anochecer para cobrar aliento y curar las magulladuras de los cuerpos exhaustos.

No había sido un paseo triunfal para el Inca Urcón su expedición militar al Reino de Quito. Es verdad que su padre, el prudente Viracocha le había proporcionado los hombres y las armas para tan grande empresa, al darse cuenta de que el hastío de los placeres fáciles roía el corazón del joven Inca; pe­ro los pueblos del "camino del sol" disponían de innumerables elementos bélicos, desde la roca lanzada como un proyectil de la altura, hasta la maza de obsidiana, erizada de puntas crue­les, o la honda que zumba como un pesado abejorro de piedra y la cerbatana que dispara una flecha -flor de madera y algo­dón-, emisaria silenciosa de la muerte. La resistencia de los habitantes del Reino de Quito había sido tenaz, y lo que pu­do ser una campaña de conquista se redujo a una expedición aventurera y a una retirada oportuna con unos cuantos miles de cautivos v algunas cargas de botín. El Inca Urcón, al abandonar las tierras equinocciales, no olvidó las famosas piedras volcánicas de Quito para terminar la construcción de la forta­leza fabulosa, emprendida por su padre. Las lluvias ecuatoria­les —entre cuyos espesos murallones de agua hacía su aparición súbita el lívido dios del rayo—, la escarcha insistente como una plaga de níveos insectos, las reverberaciones solares en las lla­nuras desérticas, los vientos furibundos con sus infinitas sába­nas de polvo asfixiante, no pudieron cerrarle el paso al obsti­nado Inca, deseoso de contribuir con su dádiva ciclópea a la grandeza del imperio.

Los "orejones" de la guardia murmuraban que su señor había enloquecido por la acción del sol ecuatorial. Otras veces, con palabras moduladas entre dientes, atribuían al exceso de bebida la pérdida de la razón del monarca. Y, finalmente, no faltó quien señalara a las ardientes doncellas del Reino de Quito como las provocadoras de la demencia del hijo preferi­do de Viracocha. La marcha hacia el Sur parecía agravar su es­tado melancólico y delirante. En la alta noche, cuando los car­gadores dormitaban junto a los desmesurados bloques de pie­dra, se escuchaban, entre los chillidos de las cornejas, los gri­tos de pavor del Inca loco.




Semanas de marcha incesante, a través de los más extra­ños países, por las ciudades y los valles, con rumbo a la ciudad sagrada de la dinastía de Manco Cápac... La mayor de las moles graníticas —aquella que era arrastrada por los indios de Quito-parecía aumentar de peso a medida que se alejaba de su país de origen. A pesar de los esfuerzos sobrehumanos de los millares de indios, la piedra no avanzaba. No podían moverla apenas. Se diría que presentaba una resistencia pasiva a la voluntad del In­ca. Saycusca le llamaron los indios: "Piedra cansada".
La fortaleza de Sacsayhuamán, "obra de encantamiento", apareció en el horizonte. No estaba terminada la obra; pero se levantaban ya algunas murallas construidas con grandes blo­ques de piedra que "parecían peñas", análogas a las que hacía traer el Inca Urcón. Aquí sucedió el hecho fabuloso, relatado por los primitivos cronistas de Indias: "la dicha piedra habló antes que llegasen los indios a la dicha fortaleza, diciendo saycunin, que quiere decir cánseme y lloró sangre..." Los guardias exigieron a los indios que prosiguiesen el camino con su carga; pero los desventurados no podían mover la piedra aferrada obs­tinadamente al suelo. Todos los intentos fueron vanos. En un momento, cuando pareció posible continuar la marcha, cedie­ron de pronto las maromas, y la ingente prisionera monolítica se precipitó sobre los que iban delante: más de mil indios pe­recieron aplastados, en la trayectoria de la monstruosa divini­dad que rodó varios centenares de metros. Cerca de Sacsayhuamán se detuvo y quedó plantada, toda cubierta de sangre hu­mana y nunca llegó a colocársela en la fortaleza.




Ante la espantosa mortandad, animados por la ejemplar resistencia de Saycusca, los indios de Quito se rebelaron con­tra los "orejones", matándolos con sus propias armas. Fue una verdadera batalla alrededor de la mole megalítica, que parecía animar a los esclavos con su presencia sangrienta. Dueños del campo, los rebeldes se precipitaron sobre las andas reales y de­gollaron al Inca Urcón, abandonando su cadáver al pie de Say­cusca. El griterío y el ruido de las armas llegaron hasta el Cuz­co y dieron aliento a los vencidos chancas, resueltos a recobrar su libertad. Armados de hachas y de porras, atacaron el pala­cio del anciano Inca Viracocha, quien huyó de la ciudad y fue a refugiarse con su familia y sus cortesanos en una cueva de la montaña próxima. Sólo la intervención valerosa de su tercer hijo Titu Yupanqui pudo evitar el desastre y el derrumba­miento del Imperio de los incas.

La rebelión de los indios de Quito y de los chancas tuvo un final lamentable. Los cautivos, dominados por fuerzas superiores, fueron destinados a la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán y de otras obras del imperio. La "piedra can­sada" quedó en su sitio, inconmovible, contemplando a los mi­timaes, o desterrados, con sus ojos minerales llenos de lágri­mas de sangre. Los conquistadores españoles la vieron inmu­table y enigmática. La vio Garcilaso: "A una de sus esquinas altas tiene un agujero o dos que, si no me acuerdo mal, pasan la esquina de una parte a otra. Dicen los indios que aquellos agujeros son los ojos de la piedra por do lloró la sangre. Del polvo que de los agujeros se recoge y del agua que llueve y co­rre por la piedra abajo, se hace una mancha o señal algo ber­meja, porque la tierra es bermeja en aquel sitio. Esta es la san­gre que derramó cuando lloró".


Pero, cubierta de llanto rojizo, o de sangre de los hom­bres de Quito, o de sustancias ferruginosas y oxidaciones telú­ricas, Saycusca, la piedra cansada, es el símbolo de todo un pueblo: es un fragmento de la cordillera ecuatorial, algo como un pedazo de su entraña pétrea, arrancado de su lugar de ori­gen y llevado a suelo extranjero. Es un pueblo petrificado que sufre en la cautividad. Humana piedra mitimae. Enclavada en tierra extraña e inhospitalaria, llora sangre —en sentido verda­dero o figurado- en su destierro eterno.




Fotos : Sacsayhuamán, (4) g.galarza

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