Aycayía
Tomado del libro Leyendas cubanas, edición José Tajes.
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De las siete hermosas bailadoras y cantadoras que tenía el cacique en su corte, seis perecieron en el naufragio de la piragua; la que había escapado a la muerte —bien por su involuntario retardo al entretenerse en su tocado, o porque previamente fuera advertida por el behíque, que sentía por ella especial predilección-—, llamábase Aycayía y era de las siete la más hermosa, la que bailaba con más arte y cantaba con más dulce y melodiosa voz. Así no es de extrañar que ella sola siguiera perturbando la tranquilidad de la grey, alejando a los hombres del trabajo, apartándolos del cumplimiento de sus deberes guerreros y llevando la desunión a los hogares.
De nuevo se reunieron en consejo el cacique, los ancianos y behíques, y por segunda vez acudieron en consulta al todopoderoso Cemí, que les habló de este modo:
—Aycayía encarna el pecado, el pecado de la belleza, del arte y del amor. Proporciona a los hombres el placer, pero les hace sus esclavos, robándoles la voluntad. Y su diabólica fuerza está en que satisfaciendo a todos, no se entrega a ninguno. Virgen es y virgen morirá. Si queréis vivir tranquilos, arrojadla de vuestro seno.
El consejo del Cemí fue seguido. Aycayía, condenada a vivir aisladamente en compañía de una anciana llamada Guanayoa, fue llevada a un solitario lugar llamado hoy Punta Majagua. Desgraciadamente no por ello mejoró la situación. Era tal el imperio que sobre los hombres ejercía la bella bailarina, que a diario acudían a Punta Majagua los siboneyes, abandonando trabajos y hogares, con el solo objeto de ver a Aycayía ejecutando sus danzas maravillosas, en las que hacía prodigios de agilidad y destreza, y oírla cantar con su voz dulce y acariciadora.
Como es natural todos rivalizaban en obsequiarla, llevándole frutos, plumas, conchas, laminillas de oro y otros adornos propios para satisfacer la femenil vanidad; y ella a todos sonreía y de todos aceptaba el obsequio, sin que ninguno pudiera jactarse de ser el preferido.
Las pobres indias de Jagua se veían abandonadas, las casadas de sus esposos, las doncellas de sus novios, quienes sólo tenían ojos y oídos para la incomparable Aycayía. Acudieron en queja al cacique, y éste la trasladó al behíque principal, que trató en vano de que las descarriadas ovejas volvieran al redil. La bella desterrada podía más que todas las amenazas y conveniencias.
Entonces el behíque acudió al medio supremo infalible: consultó por tercera vez al Cemí de la diosa Jagua, quien le entregó unas pequeñas semillas de color negro, a la vez que le daba las siguientes instrucciones:
—Estas semillas son un amuleto contra el olvido y la infelicidad. Entrégalas a las mujeres, encargándoles que las siembren en sus huertos. Cuando florezcan, cesarán sus inquietudes y congojas y obtendrán de nuevo el cariño de sus novios y esposos.
Las semillas, con solícito cuidado plantadas por las mujeres dieron origen al árbol conocido hoy con el nombre de majagua o demajagua, que significa de Madre Jagua, cuyas hojas, flores y madera son consideradas desde aquel entonces como amuleto o preventivo de la infidelidad conyugal.
Crecieron los árboles, y al brote de sus primeras flores sobrevino un violento huracán que barrió la barbacoa o casa alta sobre el agua que ocupaban Aycayía y su anciana acompañante. Las olas enfurecidas arrastraron a las dos mujeres al mar. La joven fue transformada en ondina o sirena, y la vieja en tortuga, terminando así el funesto y avasallador imperio que la bella y sin igual Aycayía ejercía sobre los siboneyes de Jagua.
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No esta clara la tradición respecto a la actuación de Aycayía en el mar. Unos la suponen ondina solitaria, vagando dentro de la bahía de Jagua o en el mar libre, soplando en un enorme y nacarado cobo, gran caracol de nuestros mares antillanos cuyo bronco sonido se confunde con el ruido que hace Caorao, el dios de la tempestad. Otros, en cambio, la creen acompañada, cabalgando sobre Guanayoca, convertida en enorme y asquerosa tortuga, pero también soplando en el cobo, condenada eternamente a vagar por el mar embravecido, purgando el pecado de haber sido, en la tierra, bella, seductora y virgen.
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