Por: Juan Carlos Morales M.
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-¡No irás por la quebrada!
-Si ya nomás vengo...
-¡Verás que por ahí anda el Duende!
-Puras habladurías
-Bueno, advertida estás.
Isadora escuchaba -de cuando en cuando- las advertencias de su madre, Doña Hortensia, mientras le peinaba su lustrosa cabellera azabache.
Isadora tenía los ojos grandes y una risa cantarina, como sus pies gráciles para correr por las sementeras o subirse a un árbol de guabas como si fuera una diminuta raposa. La mentada quebrada, al que hacía referencia su progenitora, se encontraba atravesando unos árboles de aguacate y saltando unos tapiales. Algo que no representaba obstáculo para esta mínima mujer de pechos nacientes.
Cierta ocasión, casi al caer la tarde, Isadora se encontraba en sus habituales aventuras de recorrer la campiña. Detrás de los arbustos se podía escuchar al riachuelo cantar entre las piedras. Se acercó. Sintió un espasmo seductor. Después llegó a su casa con aires renovados.
-Mira mamá, este pastel que encontré en la quebrada.
-Ay, hija, pero si no es pastel sino majada de vaca.
Pero la niña veía un delicioso pastelillo y aunque al inicio su madre pensó que era una habitual broma de su hija cuando miró que acercaba a su boca el estiércol supo que habla en serio. Para la noche, en la habitual reunión de las vecinas se supo la verdad: ¡Isadora estaba enduendada!
-Lo que ocurre, Doña Hortensia, es que el Duende le vio primero a la niña, dijo una mujer.
-Sí, aclaró otra, si ella lo miraba primero no pasaba nada.
-Y ahora qué hacer, alcanzó a decir la preocupada madre.
-Lo mejor -habló alguien desde atrás- es colocarle un rosario de ajos, porque los duendes son salidos del Averno.
Atuntaqui al caer la noche
Así sucedió. Isadora insistía en salir a las malas horas: seis de la tarde y doce de la noche, incluidas el mediodía y la mañana. Pero lo más preocupante llegó después: el astuto Duende lanzaba piedrecillas a la alejada casa de la familia y cuando Doña Hortensia salía con un palo no había nadie. El padre, José Ignacio, no sabía nada del asunto porque se encontraba desde hace un mes abriendo brechas en el Oriente, como reciente colono.
En la noche nuevamente se reunieron las vecinas para comentar los sucesos.
-El Duende es un ángel caído y pertenecía a los coros celestiales, por eso le gusta cantar, indicó Doña Genoveva, que era la experta en estos asuntos y siguió.
-Lo mejor que puede hacer, vecina, es tener una guitarra destemplada y cuando el Duende quiera tocar -al ver que no suena afinadamente- se va furioso.
-No, mejor dicen que es colocarle un espejo, dijo otra. Así, cuando el Duende se mira lo feo que es, se espanta y no vuelve.
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En este incipiente consejo, la mayoría se inclinó por la treta de la guitarra. Así fue que Doña Hortensia consiguió prestado dicho instrumento y lo colocó cerca de la puerta de su morada. Adentro, una cautivada Isadora seguía insistiendo en que el Duende era hermoso y que le había prometido un palacio.
-Nada de duendes, dijo Doña Hortensia, que ocultó bien de decirle su treta.
A la medianoche se escucharon unos pasos mínimos. Después un rasgueo de guitarra. Un silencio. Una especie de maldición inaudible. Y, en ese momento, la voz poderosa de Doña Hortensia espantando al Aparecido.
Así, Isadora -de labios sensuales- siguió creciendo con la fama de haber conocido al Duende. Aunque -por aquellas épocas- eran los muchachos quienes caían seducidos por el magnetismo de sus ojos luminosos.
2 comentarios:
Saludos, Que bueno que mi fotografía te haya servido, pero si sería bueno que cites de donde la obtuviste, igual que lo haces con el texto.
Saludos cordiales
Gracias por tu comentario. Te agradecería me aclares datos de tu foto, para añadirlos. Lamentablemente cuando no los he puesto es porque no han estado claros.
Saludos
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