viernes, 28 de enero de 2011

LEYENDA DE ORACULO ECUATORIAL

POSORJÁ
Basada en: J. Gabriel Pino y Roca, resumida por R. Vivar.


Imagen de Gustav Klimt 1907


Cuenta la leyenda que años antes de que los Incas, en su afán de conquistas, invadieran los pequeños pueblos ribereños, las tribus que habitaban las tierras de la costa ecuatoriana, tenían frecuentes peleas con los beli­cosos indios puneños. Día y noche custodiaban la costa los guardias, listos para dar la señal de alarma.

Después de un día esplendoroso ya el Padre Inti descendía majestuoso al ocaso, cuando los vigías descubrieron que una pequeña embarcación, sin velas que la impulsaran, avanzaba velozmente hacia la playa.
Preguntándose qué cosa sería, tres guerreros descendieron de su campamento, mientras el diminuto barquito entraba suavemente en la arena. Ahí estaba; y en el fondo, recos­tada entre mantas de algodón, una pequeña niña sonreía, tendiéndoles sus bracitos cual si les Invitara a recogerla.

Su cuello no llevaba otra vestidura que un caracolito suspendido al cuello con una ca­dena de oro. Al soplo de la brisa marina se deshojaba su cabello que tenía el color de las finas hebras que adornan el maíz.

Entre temor y curiosidad se acercaron los indios; luego, detuvieron el barquito para constatar si era liviano. Uno a otro se hicieron una señal, lo pusieron en los hombros y fueron a comunicar al pueblo y al cacique su precioso hallazgo.
Ni los hechiceros más experimentados supieron adivinar de dónde venía ni quién era. Alguno de ellos se aventuró a decir que sería hija del dios mar...

Mientras tanto la niña crecía, andaba libremente, cada día más hermosa como el mar y los hombres que la mimaban. Po-sor-ja ("espuma de mar"), empezaron a llamarla porque era como el mar grande y misteriosa.

Sin embargo, de tiempo en tiempo, no salía de su choza. Pasaba inmóvil días y días, sirviéndole de asiento la frágil barca en la que llegó navegando de lo desconocido. En los momentos más intensos de meditación, aprisionaba entre sus finos dedos el caracolito de oro; luego le acercaba al oído para escuchar cierta voz familiar que le hablaba desde dentro. Entonces, como cediendo al misterioso mandato de seres invisi­bles, pronunciaba profecías, anunciaba guerras, adelantaba victorias o derrotas exigien­do sacrificios para aplacar a los dioses irritados.

Siempre se cumplieron sus palabras. Fue por este tiempo cuando llegó Atahualpa a la Costa ecuatoriana.




Po-sor-ja habíase convertido en una hermosa joven. Ante ella Atahualpa sintió admira­ción y respeto; al conocer que su soberano estaba herido, corrió a traer del bosque ciertas hojas desconocidas con las cuales fue cubriendo las partes lastimadas del mus­lo. Preparó enseguida un jugo de pequeñas frutas rojas que dio a beber al herido. El So­berano sintió que la fiebre disminuía, cayendo en un sueño reparador, mientras la joven le entonaba una canción.
Días después, cuando el futuro Inca se sintió convaleciente, ordenó emprender la mar­cha hacia los baños de Cajamarca.

Por temor no había querido hasta entonces consultar a la hechicera, pero, haciendo un esfuerzo, Atahualpa le habló así:

—Hija de hombre o de dios, quiero saber con seguridad si saldré definitivamente victo­rioso de mi hermano Huáscar y si han de coronarme como soberano del Cuzco—. Po-sor-já escuchó pensativa, con la vista clavada en el suelo, las palabras del príncipe. Luego, con una sacudida nerviosa, se puso rígida y pálida como la cera. Sólo sus labios se movieron lentamente con estas palabras:

—Hijo del Sol: las venerables sombras de tus mayores te acompañan y próximo está el triunfo; entre el sonar de quipas y atabales entrarás al Cuzco para coronarte con la borla roja de los viejos emperadores—. Atahualpa respiró profundo, mientras levantaba la cabeza con orgullo. Con él, sonrieron de satisfacción todo el ejército y sus generales.

Pero, aún no había acabado de hablar la hechicera.

—Sin embargo —continuó—, poco durará tu gloria, porque el destino está escrito y es imposible borrarlo—.
Señaló, entonces, con su fino dedo un gran tambor de guerra que se encontraba próxi­mo. Todos fijaron en él sus miradas y como si este hubiese sido herido por una mano invisible, despidió un ruido lejano y prolongado que hizo encogerse de temor a los guerreros.

Pero, aún faltaba lo peor. No bien se apagó ese misterioso trueno, el tambor fue toman­do un color negro hasta convertirse en tinieblas. Sobre aquel fondo, empezaron a mo­verse unos hombres pequeñitos, que iban acercándose, acercándose, hasta volverse gigantes.

Tenían la cara blanca, adornada con largas barbas negras; cubrían su cuerpo con arma­duras y cascos, nunca antes contemplados. Unos llevaban tubos capaces de vomitar fuego, otros cabalgaban sobre monstruos desconocidos y horribles.

Finalmente apareció la figura de Atahualpa en la gran plaza de Cajamarca; pero no era el inca triunfante y poderoso, sino su cadáver, sucio de polvo y sangre, con los ojos y la lengua afuera y una soga que le apretaba el cuello.
No había junto a él ningún súbdito; sólo a corta distancia esos fantásticos hombres blancos conversando tranquilamente entre ellos. El sol, el Padre Sol, era una enorme bola de sangre que caía velozmente tras los montes, como si huyera de aquella espan­tosa escena.

Un sudor frío recorrió el cuerpo de Atahualpa y quiso levantarse para castigar a esa mujer endemoniada. Inútil esfuerzo; no podía moverse: la tierra le detenía como un imán. La joven recobró su actitud normal; despacio se puso en pie recibiendo los rayos, color de oro, del sol poniente. El viento jugaba con sus cabellos.

— ¡Príncipe sin fortuna; vosotros todos los que oís esta triste profecía: mi misión sobre la tierra ha terminado. Me vuelvo al lugar de donde vine y al que me están reclamando. Ya son contados los días de los hijos del Sol!—

Imagen de: forodefotos.com


Abriéndose paso entre los guerreros, corrió hacia el mar; sonriendo penetró en las aguas y cuando estas le cubrían la cintura, arrancó de su blanco cuello el caracolito de oro, soplando en él con dulzura. Un agudo silbido que imitaba al chirrido de búho se dilató en el espacio; una enorme ola nació a su espalda y la hizo desaparecer entre sus juguetonas espumas.

viernes, 21 de enero de 2011

LEYENDA DE MANTA



LA DIOSA UMIÑA
(Basada en el autor Milton Palma)



imagen de legadoscopio.com


Cuenta la leyenda que en Jocay la capital de la Confederación Manteña se rendía culto a la diosa UMIÑA, diosa de "La Salud", se trataba de una Esmeralda de gran tamaño, similar a un huevo de avestruz según el inca Garcilazo de la Vega. Y labrada en figura de cabeza humana bastante tosca porque la dureza de la piedra no permitía mayor pulimento.

En "Los viajes de Pedro Cieza de León A.D 1532-50” publicado por la Hakluyt Society (Londres 1864), contenida en la primera parte de la Crónica de Perú" dice: "En la provincia de Portoviejo (Manabí) el templo de Manta (Jocay) tenia una esmeralda de tamaño enorme y de mucho valor a la que el pueblo prestaba desde tiempos inmemorables gran veneración. En cierta época se la exponía a la mirada de todos y se la adoraba como a una deidad. En tales circunstancias si algún hombre o mujer se hallaba enfermo podía obtener su salud haciendo sacrificios y elevando preseas a dicha esmeralda”.

sillas manteñas (imagen de manta360.com)


"Los indios que se referían a esta tradición afirmaban que el sacerdote con­versaba con el “diablo” (visión impuesta por el conquistador) y les hacia a los dolientes promesas mentirosas de darles salud apenas él u otros ministerios tocaren con la piedra la parte enferma” (hoy conocida como cromoterapia). “Por eso de todas partes de la costa y del interior de la provincia, venían a Manta (Jocay) gentes que adolecían de diversas enfermedades a ofrecer dádivas y sacrificios para recupe­rar la salud.”

"Los primeros españoles que pusieron los pies en estas tierras referían haber hallado en Manta grandes riquezas y que Manta (Jocay) producía más a los co­menderos, que a los pueblos vecinos. Los mismos españoles relataban que no obs­tante la astucia y la amenaza para dar con estas piedras no había sido posible encontrarle y que los nativos no hubieran revelado jamás el lugar donde se hallaba aunque para obtenerlo se hubiese apelado a la última medida de matarlos a todos; tal era la gran veneración por su esmeralda".Las sorprendentes curaciones que se realizaban en el templo de Umiña, durante sus festividades especiales fue la causa para que se juntasen en Jocay grandes can­tidades de esmeraldas, ya que el sacerdote había hecho creer que esta ofrenda era la más agradable a la diosa, porque ella era madre y las de menor tamaño eran sus hijas.